APUNTES PARA EL RECUERDO (1)
Esto que voy a escribir va a ser lo más parecido a una autobiografía laboral. Aunque yo sepa que mi existencia haya sido una más de tantas, y que la inmensa mayoría de ellas no se han escrito. Una vez fallecidos sus autores, son historias que permanecerán silenciadas para siempre, porque nadie las divulgó, aun siendo más interesantes e importantes que la mía. Mi única intención al escribir y publicar parte de mi paso por este planeta, es que, si alguien la lee y le sirve para algo, aunque sea de entretenimiento, bien venido sea. De cualquier forma, a mí me servirá para poner en orden mis recuerdos, antes de marcharme.
Previamente he de avisar, que al que no le guste la aviación, mejor que cambie de blog o de web, porque aquí sólo voy a hablar de aviones y a escribir mis recuerdos aeronáuticos, y desde un principio, quiero agradecer a todas aquellos que suben fotos de aviones a internet, sin cuya afición y amor por los aviones, yo no hubiera podido incluir, la mayor parte de fotos en estos recuerdos.
Algunos nombres de personas con las que me he cruzado, los voy a omitir; porque no son imprescindibles para el hecho que esté narrando; porque están muertos y no pueden defenderse, por respeto a sus descendientes o, tan sólo, porque no me apetece que aparezcan en mi blog.
Lo primero que tengo que decir, es lo que dicen en los tribunales de justicia americanos: “Juro solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, por la gracia de Dios”. “Si así lo hago, que Dios me premie, y si no, que me lo demande cuando me pase la factura final”.
“—¿Y cómo pintan las rayas blancas? —repregunté”.
“—Eso es el humo que dejan los motores —me contestaron”.
Más adelante me enteré, de que eso no era del todo cierto.
“—Pues yo también quiero pintar rayas blancas —sentencié”.
Y he aquí mi primera experiencia con la aviación.
A los pocos meses de esta primera, tuve la segunda. En junio de 1958 en el aeródromo militar de “Es Codolar”, tenía previsto aterrizar el primer avión comercial con pasajeros. Era un Bristol 170 de la compañía Aviaco, que iba a llegar sobre el mediodía.
“—No te preocupes papá—, le dije cuando se tranquilizó un poco—. Cuando sea mayor, iré todos los días en bicicleta al campo de aviación, a ver los aviones”.
Allá por el año 1966, ocho años más tarde, se corrió por toda la isla que un avión militar francés, procedente de Argelia, había aterrizado por emergencia en Ibiza con una avería. Entonces no se habían inventado los secuestradores, ni nadie estaba dispuesto a morir a cambio de 72 vírgenes, ni existían las empresas de fabricar arcos de seguridad. El aeropuerto de “Es Codolar” tenía un bar restaurante, que daba a las pistas de aparcamiento, y sólo les separaba unos “portals de feixa” decorativos, que hacían las veces de puertas de embarque, (“arcadas de acequia” muy típicas en los humedales del Pla de Vila de Ibiza. Creo que todavía quedan algunos en el aeropuerto antiguo) y unas vallas de madera, también decorativas y disuasorias.
Yo hacía preguntas continuamente a los mecánicos, y ellos me contestaban. Eran muy amables. Los pilotos eran bastante más distantes y desabridos. Se portaban más como ilustres personajes de alta alcurnia, y me miraban como si yo fuera un paleto de pueblo. No iban muy desencaminados, pero tampoco hacía falta remarcarlo de esa forma. Les pregunté a los mecánicos por qué dejaban estela blanca en el cielo, y ellos me respondieron muy acertadamente. Me dijeron que su avión no dejaba estela, porque se propulsaba con motores de pistón y volaba más bajo que los reactores. Que los aviones con motores de reacción volaban mucho más alto y, por lo tanto, a temperaturas mucho más bajas, además de dejar el aire detrás de ellos, muchísimo más caliente. Esa diferencia tan grande de temperatura hacía que la humedad, caso de existir, se condensara y formara la estela. Me preguntaron:
“—Si un día de invierno muy frío, sales a la calle y exhalas el aire caliente de tus pulmones ¿qué ves?”
“—Una nube —contesté yo”.
“—Pues eso es tu estela”.
Me quedó clarísimo. Las rayas eran vapor, no humo.
Al tercer o cuarto día me dijeron que ya habían sustituido la pieza averiada, y que al día siguiente iban a hacer un vuelo de prueba, sin alejarse de la isla, para comprobar su funcionamiento. Pregunté cuánto iba a durar ese vuelo y cuándo iban a despegar. Me contestaron que saldrían al mediodía, y que el vuelo duraría una hora, hora y media a lo sumo. Con cara suplicante les pregunté, si podían llevarme en ese vuelo. Me contestaron que no veían mucho inconveniente, pero que eso dependía del capitán piloto.
Uno de los mecánicos fue a hablar con el capitán y, desde lejos, yo veía que el de las estrellas decía que no con la cabeza. El mecánico insistió varias veces, pero el piloto persistía en su postura. Cuando acabaron de hablar, mi reciente amigo francés vino hacia mí y me dijo que, muy a su pesar, no podía ser: que lo había intentado; pero que el capitán se negaba en rotundo, y tenía claro que no quería asumir esa responsabilidad. Que no le correspondía, y no pensaba asumirla. Ahora lo entiendo perfectamente, pero entonces me llevé una desilusión, que me empujó a que “volar” fuera el intenso objeto de mi deseo.
Hablando del Ejército y de los franceses voy a contar un chascarrillo que ocurrió poco antes de esas fechas: El general De Gaulle firmó la independencia de Argelia en 1962, pero los “Pieds-noires”, los restos del Ejército golpista, que quería que Argelia siguiera siendo francesa, y unos cuantos nostálgicos más, fundaron la denominada organización terrorista OAS. Sus objetivos fueron sobre todo franceses, aunque también actuó contra los musulmanes. Casi todos los días, salía de París con destino Argel, o viceversa, un reactor privado Falcon 20, con políticos y militares franceses, para solucionar el problema de la OAS. Tratándose de Vuelos de Estado, y para evitar atentados de la misma OAS, que se la tenía jurada a De Gaulle, el gobierno francés decidió no formalizar planes de vuelo. Hoy sería impensable algo así, pero entonces en Francia mandaba un general y en España otro. Aunque uno fuera demócrata y el otro no, siempre se ha dicho que “entre bomberos, no se pisan la manguera”. Un vuelo de París a Argel tiene que sobrevolar espacio aéreo español, si no quiere dar una enorme vuelta para rodearlo. Nos pasan por el espacio del Este, por Baleares más o menos. El caso es que, en los radares militares de vigilancia y defensa española, aparecían siempre esos aviones sin plan de vuelo. De subida o de bajada. Todo el mundo sabía de qué se trataba, y simplemente se dedicaban a observar, por si se desviaban de su ruta conocida. Pero siempre tiene que haber algún inepto, que quiere hacerse notar y progresar, pese a su incompetencia. Un día, al aparecer dicho avión, el oficial de servicio de la sala de control puso en alerta al Ala de Caza número 1 de Manises (Valencia), y sacó una pareja de Sabres F-86F, armados hasta los dientes, para interceptar al “avión invasor”, y obligarle a aterrizar en nuestro territorio, con la amenaza de derribarle si no obedecía. En las Alas de Caza de todos los países, suelen estar los pilotos mejor formados del Ejército. Les instruyen incluso psicológicamente. Si un caza recibe la orden de derribar un avión, el piloto no puede dudar ni un segundo. Aunque esa orden, lógicamente, sólo puede darla el Alto Mando de la Defensa, a nivel ministerial, incluso presidencial. En el año 1983, un caza ruso recibió la orden de derribar un Boeing 747 civil, con más de 250 pasajeros y no dudó en cumplir la orden. En el caso de nuestro avión invasor francés, fue interceptado por nuestra pareja de Sabres. Cuando cazan en pareja, se suelen poner uno a cada costado del objetivo. El de la izquierda se adelanta, para indicar al comandante del avión interceptado, que se rinda y tome tierra. Eso fue lo que hicieron nuestros pilotos, y lo notificaron al centro de control de la defensa. La respuesta del Cmte. francés del Falcon 20, fue enseñarle al piloto del Sabre el puño cerrado, con el dedo corazón elevado, y el dorso de la mano hacia fuera, al tiempo que ponía sus motores en máxima potencia. El piloto del Sabre notificó:
“—Señor: el intruso me ha hecho una higa y se está escapando. Espero instrucciones”.
El oficial de sala que era esféricamente imbécil; pero todavía le quedaba un punto de sensatez, respondió que volvieran a la base.
En Ibiza, a finales de diciembre de 1967, mi intima amiga Carmen Ruiz Oliver invitó a un grupo de amigos a una “reunión” en su casa de Dalt Vila (reunión era como llamábamos en Ibiza, a los guateques o convites entre amigos, para bailar y tomar refrescos con pasteles). Ella cumple años a finales de diciembre. Como yo. Tambien invitó a Bosco y a su hermana, los hijos mayores del práctico del puerto de Ibiza. Ese día bailé toda la tarde, con la hija del práctico. Un meapilas, calvo con bigote, primo carnal de Jesucristo, o sea, hermano de Juan El Bautista, que había sido elegido y enviado por Dios, para redimir al mundo (por segunda vez) y salvarle de infieles y herejes pecadores. Su hija y yo nos enamoramos. Sí. Nos enamoramos ardiente y profundamente. Pero lo nuestro fue un amor imposible. Nos comunicábamos con cartas de amor, a través de sus amigas, como Carmen Ruiz. Su padre, el práctico, me detestaba. Me odiaba con pasión rabiosa, intensa y vehemente. No me dejaba salir con su hija ni en fotografía. Para ir al colegio de las monjas de la Consolación la ponía una carabina, y las mismas monjas, si me veían por las cercanías, llamaban al práctico, que se presentaba de inmediato para pegarme. Yo hice la promesa de no levantarle nunca la mano, mientras ella me amara. Pero ella era muy cobarde, sentía muchísimo miedo por su padre. Yo le llamaría pánico, y creo que así no se puede vivir. Seas hombre o seas mujer, tienes que defender con uñas y dientes lo que tú quieres. Ella nunca lo hizo así. El temor hacia su padre, siempre fue mayor que su amor por mí. Nuestra historia se hizo muy conocida en la isla, sobre todo porque cuando nos cruzábamos por la calle el práctico del puerto de Ibiza y yo, se veía a un señor mayor y calvo inflando a hostias a un joven, que se comportaba como si fuera un saco de boxeo o un muñeco de trapo. Mi padre nunca aceptó mi conducta. Siempre me dijo que me defendiera. Yo le decía:
“—Papá. Una promesa es una promesa”.
Un día, en el lateral del paseo de Vara de Rey, frente al restaurante Alfredo, me crucé con el práctico. Él se paró. Yo me paré dispuesto a recibir. Varios viandantes también se pararon, y algunos clientes de Alfredo dejaron de leer el diario, todos dispuestos a intervenir, porque sabían lo que iba a ocurrir. “Buenos días” dijo uno de los dos. “Buenos días” contestó el otro.
“—¿Sigues pensando salir con mi hija? —preguntó él”.
“—Por supuesto señor. Hasta que ella quiera —le respondí”.
“—Pero no te das cuenta de que tú no eres nadie para ella. Mi hija merece alguien más importante que tú. Alguien que, cuando sea mayor, gane suficiente dinero para permitirle sus caprichos. Tú eres un inútil, que nunca llegarás a nada. Fíjate en mi hijo Bosco: él sí llegará lejos. El mes pasado se presentó a una oposición para Piloto de Complemento, y la ha aprobado. No ha entrado, porque hace falta sacar una nota muy alta, pero al menos la ha aprobado, cosa que tú no harás nunca”.
¿Piloto de Complemento...? ¿Piloto de Complemento...? ¿Qué será eso? Yo no tenía ni idea de qué se trataba, ni de dónde enterarme. No olvidemos de que aquello, era la Ibiza de los años 60. Cuando en las casas hacía poco que habían instalado el teléfono. Un buen amigo tenía que pasar por Madrid, y le encargué que se enterara de qué era eso de Piloto de Complemento. A su vuelta vino informado, y me lo explicó: en resumidas cuentas, se trataba de un sistema maléfico que se había inventado el maléfico régimen franquista, para que los hijos de familias menos favorecidas económicamente, pudieran acceder a la carrera de piloto civil, que, hasta entonces, sólo se podía conseguir a base de pagar muchísimo dinero. Eso sí, había que superar una oposición militar durísima, en la que con un 9.84 sobre 10, como saqué yo, entré con el número 46 de 60 plazas y firmar un compromiso de permanencia de 4 años. Además, una vez dentro, había que aprobar cuatro cursos teóricos y prácticos de avión, terminando vivo, a ser posible. Tres promociones antes que la mía, de 70 plazas, salieron titulados solamente 19 individuos. Lo habitual estaba entre el 60 ó 70 % de bajas. Por si eso fuera poco, y tratándose de un régimen militar, en el que transcurrían los estudios de los dos primeros años, más otros dos de prácticas, a poco que te escantillaras y sacaras los pies del tiesto, te arrestaban, y eso te iba quitando puntos, de los 10 que te daban al principio. Al bajar de 5, te expulsaban a la puñetera calle. Una vez pasados los cuatro años, quedabas libre para presentarte a una compañía aérea, o podías reengancharte por otros 4 años, si no encontrabas trabajo en lo civil. Había otra forma de hacerse piloto en el Ejército. Era en la Academia General del Aire; pero a mí, esa no me interesaba porque tenías que firmar un contrato con el Ejército de 12 años.
Mi amigo también me informó, de que, si no te preparabas en una academia, era muy difícil entrar. Me trajo unos folletos de la mejor academia preparatoria. La academia ORTI, dirigida por los hermanos Anadón. Dos comandantes del Ejército del Aire. Me puse en contacto con ellos. El jueves 22 de junio y el viernes 23, el grupo mixto del instituto y las chicas de las monjas de la Consolación, nos examinábamos de reválida en la misma aula. El práctico del puerto de Ibiza, se coló en el aula para inflarme a hostias, como despedida. La catedrática (Llanos Lozano) quiso llamar a la policía; pero le rogué que no lo hiciera. Yo no quería que la hija viera como se llevaban detenido a su padre. Sábado libre, y el domingo 25 al mediodía, yo aterrizaba en Madrid como pasajero, en uno de los flamantes Caravelle VI-R de la compañía Iberia. El curso para prepararse a la oposición de Pilotos de Complemento nº XXII, empezaba el lunes 26 de junio. Apenas tuve tiempo de buscar una pensión, pero el lunes a las 4 de la tarde, estaba como un clavo en la academia de la calle Recoletos, presentándome a los dos comandantes y a la "Señá Herminia", una señora oronda con mucho genio, portera de la finca que llevaba algunos temas de papeleo, y mandaba casi más que ellos. Rellenaron una ficha con todos mis datos, y a las 16,00 empezaban las clases.
“—Joder —pensé—. Aquí no pierden el tiempo”.
Las clases duraban hasta las 9,30. A veces hasta las 10. Cada tres días nos hacían exámenes para ver nuestro progreso. No nos dieron libros, todo eran fotocopias, y puestas unas encima de las otras, alcanzaban un metro ochenta. A veces dos, si no ibas tirando las que ya tenías machacadas. La chica de la limpieza de la pensión se quejó varias veces, del desorden de papeles que tenía en el dormitorio. Confieso que al principio aquello me superaba. No tenía tiempo para estudiar. Mis notas en los exámenes eran deprimentes. Apenas llegaban al aprobado, y los demás sacaban notables y algún sobresaliente. Yo estudiaba por la noche hasta las tres, y me levantaba a las nueve de la mañana para seguir estudiando. A los quince días estuve en un tris de rendirme, como hicieron algunos; pero siempre tuve un moscardón sobrevolándome que me decía: “Eres un inútil, que nunca llegarás a nada”.
Así no podía seguir. No me iba a dar tiempo de alcanzar a los demás, para finales de octubre, que estaban convocados los exámenes en el Ministerio del Aire. Decidí seguir estudiando por la noche hasta las seis y levantarme a las diez, para continuar. De esta forma asimilaba mejor y me quedaban más claras las ideas.
Poco a poco, y con las broncas diarias que nos daban los dos comandantes, fui avanzando.
Llego octubre, y el día 20 empezaron los tres días de exámenes. Los médicos los pasé sin problema. Con los psicotécnicos no tuve dificultad. Las pruebas físicas, tampoco me supusieron problema. Los teóricos, como los de reconocimiento de siluetas de lagos o islas de todo el mundo, también me salieron bien. Con el resto de teóricos no tuve ningún impedimento, que me supusiera no continuar haciendo el examen. Todos ellos me salieron perfectamente. Cuando salí del Ministerio, me encontraba exultante y me sentía el hombre más feliz del mundo, hasta que, al día siguiente, me acordé de que, en el último examen de matemáticas, se me había olvidado poner en un recuadro el resultado final. Había dejado solamente las cuentas hechas. Consulté con uno de los comandantes Anadón y me hizo un guiño con la cabeza diciendo:
“—Malo. Eso te va a restar puntos. Son muy puntillosos”.
Y así fue. Pero conseguí plaza en la oposición con un 9,84.
El resultado de los exámenes, tardaría más de un mes en saberse. Antes de volver a Ibiza pasé por Barcelona, donde estaba estudiando la hija del práctico del puerto de Ibiza, para verla y comunicarle mis buenas impresiones. Ella me traicionó. Avisó a su padre de que por la tarde nos íbamos a ver en Tarrasa, y ya me estaban esperando el padre, el tío y ella. Los tres me llevaron a la comisaría acusándome de acoso. Entramos en la oficina del comisario por separado. Ellos primero. Yo después. El comisario, que era un tío muy sensato, me preguntó si yo la había tocado o la había dicho algo. Al ser negativa mi respuesta, me dijo que siempre que no la tocara, ni la dijera nada, yo podía seguir a la chica que me diera la gana; pero me aconsejó que, a ésa en particular, la dejara en paz, porque no me convenía. Mucho menos si yo iba a entrar en el Ejército. Eso hice, y nunca más supe de ella. Sólo me enteré bastante más tarde, de que a los dos o tres años de su felonía, se había casado con un empleado de Telefónica, de los que se suben a los postes para arreglar las líneas. Trabajaba en las alturas. Como yo. Desconozco si en la actualidad, esta infausta mujer está viva o está muerta. Pero negar que ese gran amor y que esa indolente y abominable familia, fueran un acicate fundamental para mi futuro, sería faltar a la verdad; algo que no pienso hacer porque he jurado decir la verdad.